El atardecer teñía de naranja aquel océano que tantas veces
le había reconfortado observar desde aquel pequeño pedazo de costa. Desde allí
podía admirar la tumba flotante en la que se había convertido Alcamoth, la
ciudad que antaño había sido su hogar. Aún le resultaba extraña la ausencia de
Ínsula en lo más alejado del horizonte, haciendo de aquel ritual de relajación
algo sobrecogedor.
En ese momento, se sorprendió llorando. Su padre, Kallian,
los éntidas… ¿Estaba lista para afrontar tantas pérdidas en tan poco tiempo? ¿Y
si realmente ella no era la esperanza de aquel mundo que estaba por perecer?
Era cierto que no había nada que deseara más que hacerle pagar a Zanza por todo
el dolor que le había causado a los suyos por haberlos convertidos en
telethias. Eso por no hablar de los innumerables que había causado a nopon y humas
por igual. Todo por llegar a aquel día en el que la existencia como ella la
conocía debía morir.
Pero, a pesar del miedo y el dolor, sabía que contaba con la
fuerza necesaria para decidir sobre su futuro. No había viajado y luchado todo
aquel tiempo para rendirse cuando toda la creación necesitaba su entereza.
El cielo comenzó a oscurecerse a la par que Melia se perdía
en sus pensamientos. Pero sus ojos ya no miraban el paisaje del Mar de Eryth,
tan solo buscaban la paz interior que anhelaba para seguir adelante.
Entonces, recordó las últimas palabras de su hermano. Y,
como si uno de sus hechizos se tratara, las dudas y la incertidumbre se
desvanecieron. Poco importaba si ella era una Antiqua o si era la esperanza de
los éntidas. Ella era Melia. Ella iba a hacerlo.
Antes de que los demás notaran su ausencia, se puso en pie y
enjugó como pudo las pocas lágrimas que quedaban en su rostro. Una vez su
visión se aclaró del todo, la lluvia de estrellas la envolvió en su efímera
belleza. Aquello debía ser una señal. El futuro estaba en sus manos, y no
pensaba dejarlo ir.